VI Domingo de Pascua
El mandamiento de Jesús
Juan 15,9-17
1. Oración inicial
O Padre, tú que eres fuente de vida y nos sorprendes siempre con tus dones, danos la gracia de responder al llamado de tu Hijo Jesús que nos llamó amigos, para que siguiéndole a Él, nuestro maestro y pastor, aprendamos a observar sus mandamientos, la nueva y definitiva Ley que es El mismo, camino para llegar a ti y permanecer en ti. Por Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro.
2. El texto
⁹Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. ¹⁰Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. ¹¹Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. ¹²Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. ¹³Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. ¹⁴Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. ¹⁵No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. ¹⁶No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. ¹⁷Lo que os mando es que os améis los unos a los otros.
3. Lectura
El contexto de estos versículos del Evangelio de Juan contribuye a determinar el tono: nos encontramos ante el largo discurso de Jesús a los discípulos en la última cena, tras haber cumplido aquel gesto que, según el relato de Juan, califica el ministerio de Jesús como amor hasta el fin: lavar los pies a sus discípulos (Jn 13,1-15). Mirando estos intensos capítulos podemos reconocer en ellos un dinamismo que va desde el gesto como tal, el lavatorio de los pies, – un gesto en línea con las obras que Jesús ha realizado como signo que expresa su identidad y que llama a la fe a quien ve y escucha, – al largo discurso dirigido a los discípulos, expresión de despedida pero también indicación de posturas que hay que asumir y realidades que hay que atender, hasta la oración “sacerdotal” de Jesús al Padre (Jn 17), oración que supera los confines del grupo de sus discípulos para dirigirse en beneficio de todos los creyentes de todos los tiempos. Un movimiento ascensional del relato con el enaltecimiento de Jesús sobre la cruz, enaltecimiento percibido y puesto en evidencia por Juan como glorificación salvífica de Jesús y que califica ulteriormente la Pascua como paso del Verbo que desde los hombres vuelve al Padre.
4. Meditación
Las palabras de Jesús poco antes de su glorificación indican a la Iglesia el sentido del seguimiento y sus exigencias. Son palabras fuertes, que reflejan la gloria de Aquel que se entregará y dará su vida, libremente, para la salvación del mundo (cfr. Jv 10,17-18); pero al mismo tiempo son palabras íntimas, y por esto mismo sencillas, esenciales, cercanas, concadenadas, típicas de un discurso de despedida donde la repetición se convierte en llamada apremiante. Ser discípulos de Cristo es ante todo un don: es El que ha elegido a los suyos, es El que les ha revelado su misión y está revelando el gran “trasfondo” del proyecto de salvación: el querer del Padre, el amor entre el Padre y el Hijo que ahora se comunica a los hombres. Los discípulos ahora conocen, a diferencia del pasado de los primeros pasos de la historia de salvación y del presente de los que se han encerrado en sí mismos optando por no comprender el valor de las obras realizadas por el Hijo por voluntad del Padre; este conocimiento pide e pedirá opciones coherentes para no quedarse en una pretensión vacía y estéril (cfr. 1Jn 4,8.20). “Permanecer” en el amor de Jesús y observar sus “mandamientos” es ante todo una revelación, el don de una suprema posibilidad que libera al hombre de la condición servil respecto de Dios mismo para ponerlo en una nueva relación con El, marcada por la reciprocidad, la relación típica de la amistad. “Permanecer en su amor” es lo que los Sinópticos llamarían el reino de Dios”, nueva situación en la historia antes herida por el pecado y ahora liberada.
En la cultura hebrea la observancia de los mandamientos iba unida a unos preceptos que iban hasta los más nimios particulares; todo esto tenía y tiene su valor, testimoniando así el esfuerzo de fidelidad a Dios de parte de los israelitas, llenos de celo; el riesgo, común a todas las realidades humanas, era el de perder de vista la iniciativa de Dios enfatizando la respuesta humana. En el evangelio de Juan Jesús restaura y por lo tanto renueva el campo semántico de la “ley” y de los “mandamientos” con el concepto de “permanecer”. Renueva y personaliza, ya que anuncia y muestra el amor del Padre dando su vida para salvar el mundo; es amor que revela la calidad no en abstracto, sino en el rostro concreto y cercano de Cristo que ama “hasta el fin” y vive en primera persona el amor más grande. Más de una vez Jesús ha descrito su relación con el Padre; el hecho que él se ponga bajo la señal de la obediencia al Padre califica la obediencia misma; no es la obediencia de un siervo, sino la del Hijo; es la obra que realizar, los “mandamientos de mi Padre”, no son algo exterior a Jesús, sino lo que El conoce y desea con todo su ser. El Verbo, que estaba con el Padre, está siempre con él haciendo lo que le complace en una comunión de operatividad que engendra vida. Y es justamente esto que Jesús pide a sus discípulos, teniendo en cuenta que aquel “como el Padre me amó… como yo os he amado” no queda a nivel de ejemplo, sino que se pone a nivel generativo, originario: es el amor del Padre la fuente de amor expresado por el Hijo, es el amor del Hijo la fuente de amor que los discípulos podrán dar al mundo.
Conocimiento y praxis están pues íntimamente enlazados en perspectiva del “Evangelio espiritual”, así como ha sido definido el Evangelio de Juan desde los tiempos de los Padres de la Iglesia. La fe misma, cuando es auténtica, no soporta dicotomías ante la vida.
Los discípulos aparecen en estos versículos como objeto del amor entrañable de su maestro; él no los olvidará ni siquiera al acercarse de la prueba, cuando rezará al Padre por ellos y “por todos aquellos que por su palabra creerán…” (Jn 17,20). En el horizonte de la escucha, de la acogida y del compromiso está su gozo, que es el mismo que el del maestro. Es El quien los ha elegido, con los criterios que sólo Dios conoce, una elección que recuerda la opción de Israel, el más pequeño de todos los pueblos. Es Jesús quien los ha constituido, instruido, fortalecido. Todo esto asume un significado todavía más intenso si leído a la luz de Pascua y de Pentecostés. Parece una paradoja, pero es justamente a esto a lo que están llamados: ser firmes/permanecer, y sin embargo ir. Firmeza y dinamismo cuya fuente sigue siendo el misterio de Dios, por el cual el Verbo estaba con el Padre, y sin embargo puso su morada entre nosotros (cfr. Jn 1,2.14).
Ser constituidos en esta solidez, ir y dar fruto define así el cometido de los discípulos después de la Pascua del Señor Jesús. Pero todo esto lo tenemos en los versículos unido a la invitación a pedir al Padre, en nombre de Jesús. Del Padre, en Cristo y con la fuerza del Consolador se espera, pues, la gracia para amar y, amando, testimoniar.
5. Oración
Del texto emergen algunos elementos que pueden renovar nuestro estile de oración:
Salmo 119,129-136
Tus dictámenes son maravillas, por eso los guarda mi alma. Al manifestarse, tus palabras iluminan, dando inteligencia a los sencillos. Abro bien mi boca y hondo aspiro, que estoy ansioso de tus mandatos. Vuélvete a mí y tenme piedad, como es justo con los que aman tu nombre. Afirma mis pasos en tu promesa, que no me domine ningún mal. Rescátame de la opresión humana, y yo tus ordenanzas guardaré. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, y enséñame tus preceptos. Ríos de lágrimas vierten mis ojos, porque no se guarda tu ley.
6. Contemplación
La Palabra de Dios nos llama a reiterar en el corazón y con hechos la novedad de nuestro ser discípulos del Hijo. Los cuatro aspectos de relación con Dios, de lectura de la realidad, de compromiso en la realidad y de atención a la vida de la Iglesia serían como semillas de contemplación, ya que raíz de actitudes y de posibles opciones. Relación con Dios: crecer en la conciencia de estar insertos en la relación trinitaria: somos pensados, queridos, dados, salvados entre el Padre y el Hijo en el Espíritu; plantear siempre nuestras acciones como respuesta al amor de Dios que nos amó primero. Lectura de la realidad: reconocer el reflejo en lo privado de parte de personas e instituciones, así como el acatamiento del concepto de “amor” tanto en su interpretación materialista como también en huidas espiritualistas. Percatarse, por otro lado, de las expectativas de relación gratuita y liberadora, así como de las experiencias de don auténtico que quedan en la sombra en la mayoría de las veces. Compromiso con la realidad: dar la vida (en todas sus formas) como expresión concreta y que da valor al amor; la importancia de nuevas comunicaciones de experiencias y de sabiduría, fruto del testimonio del Evangelio en el mundo que Dios quiere salvar. La vida de la Iglesia como vida de relación en relación; percibir la Iglesia no sólo como imagen de la Trinidad, sino “dentro” de la Trinidad misma. Recuperar el sentido de la libertad y del gozo en la comunidad de los creyentes.
7. Oración final
Señor Jesucristo, te damos gracias por el amor con que has instruido y sigue instruyendo a tus discípulos. Alabado seas, Señor, vencedor del pecado y de la muerte, porque te has entregado totalmente, implicando también tu infinita relación con el Padre en el Espíritu. Tú nos has puesto esta relación delante y nosotros corremos el riesgo de no comprenderla, de achatarla, de olvidarla. Nos has hablado de ella para que comprendiéramos ese gran amor que nos ha engendrado. Haz, Señor, que permanezcamos en ti como los sarmientos a la vid que los sostiene y los alimenta y que por ello dan fruto. Danos, Señor, una mirada de fe y de esperanza que sepa pasar de las palabras, de los deseos a lo concreto de las obras, a tu imagen, Tú que nos amaste hasta el fin, dándonos tu vida para que tuviéramos vida en ti. Tú que vives y reinas con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
Fuente: Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo (https://ocarm.org/es/)