Basílica de Nuestra Señora del Carmen Coronada – Al servicio de la Iglesia, la fe y la cultura – Jerez de la Frontera

La Oración Hesicasta

La Oración Hesicasta

Cuando X, un joven filósofo, llegó al Monte Athos, había leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa, particularmente la pequeña filocalía de la oración del corazón en los relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos silenciosos a la búsqueda de «hesychia», es decir, de paz interior.

Contar con detalle cómo llegó al padre Serafín, que vivía en un eremitorio próximo a San Pantaleón, sería demasiado largo. Digamos únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no era un discurso más sobre la oración o la meditación sino una «iniciación» que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por experiencia y no sólo de «oídas».

El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y gemía, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de leer en los corazones.

Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese examen no hacía huir, podían escuchar el  áspero diagnóstico del monje:
En usted no ha descendido más abajo del mentón.

De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado.

Usted… no es posible… que maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas…

Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni a las entrañas… Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de encarnación del espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies. «Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía, era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad».

El joven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él «hasta el mentón». Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según Evagiro Póntico, el padre Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: «Antes de hablar de la oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña…». Y le mostró una enorme roca: «Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a verme».

Meditar como una montaña.

Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería a la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento.

En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una montaña quiere decir tomar peso, estar grávido de presencia. Los primeros días al joven le costaba mucho quedarse inmóvil, con las piernas cruzadas, con la pelvis ligeramente más alta que las rodillas. Una mañana sintió realmente lo que quería decir meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso, inmóvil. Formaba una sola cosa con ella, silencioso bajo el sol. Su noción del tiempo había cambiado ligeramente. Las montañas tienen un tiempo distinto, otro ritmo. Estar sentado como una montaña es tener la eternidad delante, es la actitud justa para el que quiere entrar en la meditación: saber que está la eternidad detrás, adentro y delante de sí.

Antes de construir una iglesia es necesario ser piedra y sobre esta piedra (esta solidez imperturbable de la roca) Dios podría construir su Iglesia y hacer del cuerpo del hombre su templo. Así comprendía el sentido de la palabra evangélica: «Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Se quedó así varias semanas. Lo más duro era pasar varias horas «sin hacer nada». Era menester volver a aprender a estar, simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la meditación misma del Ser, «del simple hecho de Ser», antes de cualquier pensamiento, cualquier placer o dolor.

El padre Serafín le visitaba cada día, compartía con él sus tomates y algunas aceitunas. A pesar de este régimen tan frugal, el joven parecía haber ganado peso. Su paso era más tranquilo. La montaña parecía haberle entrado en la piel. Sabía acoger su tiempo, acoger las estaciones, estar silencioso y tranquilo, a veces como la tierra árida y dura, otras veces como el flanco de una colina que espera la cosecha.

Meditar como una montaña había modificado igualmente el ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a «ver» sin juzgar, como si diese a todo lo que crece en la montaña «el derecho de existir».

Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes… El joven empezó a gemir.
«Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como los guijarros del camino… La meditación hesicasta tiene el enraizamiento, la estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un tocho muerto sino un hombre vivo».

Tomó al joven del brazo y le condujo hasta el fondo del jardín donde, entre las hierbas salvajes, se podían ver algunas flores.

«Ahora ya no se trata de meditar como una montaña estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso la montaña».

Meditar como una amapola

Así fue como el joven aprendió a florecer.

La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le había enseñado la montaña. Pero la meditación es también una «orientación» y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse hacia el sol, volverse desde lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de ello la aspiración de toda su sangre, de toda su savia.

Esta orientación hacia lo bello, hacia la luz, le hacía a veces enrojecer como una amapola. Aprendió también que, para permanecer bien orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su columna vertebral.

Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado, con la mirada vuelta al corazón y las entrañas.

Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del staretz le miraron con malicia. «Eso era para los forzudos de otros tiempos. Estaban llenos de energía y había que recordarles la humildad de la condición humana. Doblarse un poco el tiempo de la meditación no les hacía ningún daño… pero tú más bien tienes necesidad de energía y por tanto, en el tiempo de la meditación, enderézate, estáte vigilante, ponte derecho vuelto hacia la luz, pero sin orgullo… por otro lado, si observas bien la amapola, te enseñará no sólo el enderezamiento del tallo sino además una cierta flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y también una gran humildad».

En efecto la enseñanza de la amapola consistía también en su fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer, pero también a marchitarse. El joven comprendía mejor las palabras del profeta: «Toda carne es como la hierba y su delicadeza es la de la flor de los campos. La hierba se seca, la flor se marchita… Las naciones son como una gota de agua de rocío en el borde de un cubo… Los jueces de la tierra apenas plantados, apenas arraigados…, se secan y la tempestad se los lleva como paja» (Is 40).

La montaña le había enseñado el sentido de la eternidad, la amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer lo Eterno en la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es florecer el tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se nos ha dado amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las amapolas?

Aprendía así a meditar «sin objeto ni beneficio», por el placer de ser y de amar la luz. «El amor tiene en sí mismo su propia recompensa», decía San Bernardo. «La rosa florece porque florece, sin por qué», decía también Angelus Silesius. La montaña florece en la amapola, pensaba el joven, todo el universo medita en mí. Ojalá pueda enrojecer de alegría todo el tiempo que dure mi vida». Este pensamiento era sin duda excesivo. El padre Serafín comenzó a sacudir a nuestro filósofo y de nuevo le cogió por el brazo.

Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a una pequeña cala desierta. «Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las amapolas. Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el océano».

Meditar como el océano

El joven se acercó al mar. Había adquirido un buen cimiento y una orientación recta; estaba en buena postura.

¿Qué le faltaba? ¿Qué podía enseñarle el chapoteo de las olas?.

El viento se levantó. El flujo y reflujo del mar se hizo más profundo y eso despertó en él el recuerdo del océano. En efecto, el viejo monje le había aconsejado meditar «como el océano» y no como el mar. Cómo había adivinado que el joven había pasado largas horas al borde del Atlántico, sobre todo de noche, y que conocía ya el arte de poner de acuerdo su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro… y luego soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien que se deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las respiraciones del océano. Eso le había conducido a veces al borde de extraños desvanecimientos. Pero la gota de agua, que en otro tiempo «se desvanecía en el mar» guardaba hoy su forma, su consciencia. ¿Era efecto de su postura?, ¿de su enraizamiento en la tierra? Ya no era el ritmo profundizado de su respiración quién le llevaba. La gota de agua conservaba su identidad y sin embargo sabía «ser una» con el océano. De este modo el joven aprendió que meditar es respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del aliento.

Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en la superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos van y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil. Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el fondo del océano. Todo esto se hacía cada día un poco más vivo en él y se acordaba de las palabras de un poeta que le habían impresionado en su adolescencia: «La existencia es un mar lleno de olas que no cesan. De este mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira cómo de las profundidades del mar aparecen en la superficie innumerables olas mientras que el mar queda oculto en ellas».

Hoy el mar le parecía menos «oculto en las olas», la unidad de las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la multiplicidad. Tenía menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible y lo invisible. Todo constituía el océano único de su vida.

En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah, el pneuma, el gran soplo de Dios?

«El que escucha atentamente su respiración, le dijo entonces el monje Serafín, no está lejos de Dios. Escucha quién est  ahí, al final de tu expiración, quién está en el origen de tu inspiración». En efecto, había momentos de silencio más profundos entre el flujo y reflujo de las olas, había allí algo que parecía llevar en sí el océano.

Meditar como un pájaro

Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz, respirar como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre Serafín; ahora debes aprender a meditar como un pájaro. Y le llevó a una pequeña celda cercana a su eremitorio donde vivían dos tórtolas. El arrullo de los dos animalitos le pareció de momento encantador pero no tardó en ponerle nervioso. Parece que escogían el momento en que caía dormido para arrullarse con las palabras más tiernas. Preguntó al viejo monje que significaba todo aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La montaña, la amapola, el océano, podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué hay de cristiano en todo ello), pero proponerle ahora este pájaro lánguido como maestro de meditación era demasiado.

El padre Serafín le explico que en el Antiguo Testamento la meditación se expresa con la raíz traducida en general al griego por m‚l‚t‚ –meletan– y en latín por meditari-meditatio. En su forma primitiva la raíz significa «murmurar a media voz». Igualmente se emplea para designar gritos de animales, por ejemplo, el rugido del león (Is 31,4), el piar de la golondrina y el canto de la paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso.
«En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído junto a una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la garganta, no sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios día y noche… Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a veces palabras sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con una alegría sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar subir ese canto que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a ti el perfume de la flor… Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho en su significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en el corazón de todos los monjes del monte Athos: «Kyrie eleison, Kyrie eleison… «

Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas o entierros lo había oído traducido por: «Señor, ten piedad».

El monje se puso a sonreir: «Sí, es uno de los significados de esta invocación, pero hay otros muchos. Quiere decir también «Señor, envía tu Espíritu», que tu ternura esté sobre mí y sobre todos», «que tu nombre sea bendito», etc, pero no busques demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revela por sí misma. De momento sé sensible y estáte atento a la vibración que despierta en tu cuerpo y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta invocación, respira más profundamente, manténte erguido y conocerás el comienzo de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman».

Al cabo de algunos días el «Kyrie eleison» se le hizo más familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando hace la miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía entonces más interior y su vibración más profunda.

El «Kyrie eleison» cuyo sentido había renunciado a «pensar» le conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba en la actitud del apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado: «Kyrie eleison», mi Señor es mi Dios.

La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está oculto en la raíz de toda existencia.

El padre Serafín le dijo entonces: «Ya no estás lejos de meditar como un hombre. Tengo que enseñarte la meditación de Abraham».

Meditar como Abraham

Hasta aquí la enseñanza del staretz era de orden natural y terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los antiguos monjes eran «terapeutas». Más que conducir a la iluminación, su papel consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza, sino que la restauraba y cumplía. Es lo que hacía el monje con el joven filósofo enseñándole un método de meditación que algunos podrían llamar «puramente natural». La montaña, la amapola, el océano, el pájaro eran otros tantos elementos de la naturaleza que recuerdan al hombre que debe ir más lejos, recapitular, los diferentes niveles del ser o incluso los diferentes reinos que componen el macrocosmos: el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal… A menudo el hombre ha perdido el contacto con el cosmos, con la roca, con los animales y esto ha provocado en él desazones, enfermedades, inseguridades, ansiedad.

La persona humana se siente «de más», extranjera en el mundo. Meditar era comenzar a entrar en la meditación y la alabanza del universo porque, como dicen los Padres, «todas las cosas saben rezar entes que nosotros». El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma consciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas. Con la meditación de Abraham entramos en una consciencia nueva y más alta que se llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese «tú» que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres.

Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres.
Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda de esa mirada.

Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento, la orientación positiva hacia la luz, la respiración apacible de los océanos, el canto interior, el joven estaba invitado a despertar el corazón. «He aquí que de repente tú eres alguien». Lo propio del corazón es, en efecto, personalizarlo todo y en este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo lo que es y respira, nombrarlo, llamarle «mi Dios, mi Creador» e ir en su Presencia. Para Abraham meditar es mantener bajo las apariencias más variadas el contacto con esta Presencia. Esta forma de meditación entra en los detalles concretos de la vida cotidiana. El episodio de la encina de Mambr nos muestra a Abraham «sentado a la entrada de la tienda, en lo más cálido del día»; allí acoger a tres extranjeros que van a revelarse como enviados de Dios. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es «practicar la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed, no te aleja del silencio son que te acerca a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes, no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los hombres». El padre Serafín leyó al joven el famoso pasaje del libro del Génesis en que se trata de la intercesión de Abraham.

«Abraham estaba delante de Yahvé… se acercó y le dijo: ¿Vas a suprimir al justo con el pecador? ¿Acaso hay cincuenta justos en la ciudad y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta justos que hay en su seno…?» Poco a poco Abraham fue reduciendo el número de los justos para que Gomorra no fuera destruida. «Que mi Señor no se irrite y hablaré una vez más: ¿Acaso se encontrarán Diez?» (Gen 18,16)
Meditar como Abraham es interceder por la vida de los hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás de la misericordia de Dios.

Este estilo de meditación libera el corazón de cualquier juicio y condena, en todo tiempo y lugar. Aunque sean muchos los horrores que pueda contemplar, llama al perdón y a la bendición.

Meditar como Abraham lleva aún más lejos. Las palabras pugnaban por salir de la garganta del padre Serafín, como si quisiera ahorrar al joven una experiencia por la que él mismo había debido pasar y que despertaba en su memoria un temblor casi sutil… esto puede llevar hasta el sacrificio… y le citó el pasaje del Génesis en que Abraham se muestra dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac: «Todo es de Dios, murmuró el padre Serafín, Todo es de El, por El y para El. Meditar como Abraham te lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo que te es más querido… Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo… para Abraham era su hijo único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono moral, de esa confianza infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido común, todo te será devuelto centuplicado. «Dios proveerá». Meditar como Abraham es adherirse por la fe a lo que trasciende el universo, es practicar la hospitalidad, interceder por la salvación de todos los hombres. Es olvidarse de uno mismo y romper los lazos más legítimos para descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros prójimos y al universo habitado por la infinita presencia del «Unico que es».

Meditar como Jesús

El padre Serafín se mostraba cada vez más discreto. Notaba los progresos que hacía el joven en su meditación y oración. Varias veces le había sorprendido con el rostro bañado en lágrimas, meditando como Abraham e intercediendo por los hombres: «Dios mío, misericordia. ¿Qué será de los pecadores?». Un Día, el joven fue hacia él y le preguntó: padre ¿por qué no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su oración, su forma de meditar? En la liturgia y en los sermones sólo se habla de él. En la oración del corazón, tal como se describe en la filocalia, hay que invocar su nombre. ¿Por qué no me dices nada de eso?».

El padre Serafín pareció turbarse; como si el joven le preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto. Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde: «Eso sólo el Espíritu Santo te lo puede enseñar. «Quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para rezar como el Hijo y tener con quién él llama su Padre, las mismas relaciones de intimidad que él y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordar  todo lo que Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como hay que hacerlo».

El joven insistió: «Pero dime algo más». El viejo sonrió: «Ahora, lo que mejor podría hacer sería gemir, pero tú lo tomarías como un signo de santidad; por lo tanto mejor ser  decirte las cosas con sencillez. Meditar como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te he transmitido hasta ahora. Jesús es el hombre cósmico… sabía meditar como la montaña, como la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como Abraham. Su corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus verdugos: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Practicando la hospitalidad con los que se llamaban enfermos y pecadores, los paralíticos, las prostitutas, los colaboracionistas… Por la noche se retiraba a orar en secreto y allí murmuraba como un niño «abba», que quiere decir «papá»… Esto puede parecer insignificante, llamar «papá» al Dios transcendente, infinito, innombrable, más allá de todo. El cielo y la tierra se acercan terriblemente. Dios y el hombre se hacen una sola cosa… quizás hace falta que alguien te haya llamado «papá» en la oscuridad para comprenderlo… Pero tal vez hoy estas relaciones íntimas de un padre y una madre con su hijo ya no signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por eso yo prefería no decirte nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu Santo pusiera en ti los sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que ese «abba» no saliera de la punta de los labios sino del fondo de tu corazón. Ese día empezar s a comprender lo que es la oración, la meditación de los hesicastas».

Ahora vete

El joven se quedó algunos días más en el monte Athos. La oración de Jesús le llevaba a los abismos, a veces al borde de una cierta «locura». «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí», podía decir con san Pablo. Delirio de humildad, de intercesión, de deseo de que «todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad». Se hacía amor, se hacía fuego. La zarza ardiente ya no era para él una metáfora sino una realidad: «Ardía, pero sin consumirse». Fenómenos extraños de luz visitaban su cuerpo. Algunos decían que le había visto andar sobre el agua o estar inmóvil a treinta centímetros del suelo…

Esta vez el padre Serafín se puso a gemir: «­Ya está bien! Ahora vete». Y le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas.

El joven se fue. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y no vieron nada espiritual en su barba más bien sucia ni en su aspecto más bien descuidado… Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de su staretz.

Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como una montaña en la terraza del café.

Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la amapola («toda flor se marchita») y de nuevo su corazón se volvía hacia la luz que no pasa nunca.

Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma, respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de Dios, invocaba su nombre y murmuraba: «Kyrie Eleison».

Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.

Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de infamias, era feliz meditando con Cristo…

Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener «aire de santo» …

Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su presencia.

Padre Serafín del Monte Athos

Introducción

La Oración Hesicasta es la que describe, de manera tan bella, San Juan de la Cruz. Implica la práctica o la búsqueda, el acercarnos al camino de la oración o de Dios desde la hesiquía. La palabra hesiquía, en griego, significa estado de tranquilidad, de paz o de reposo. Quien practica este tipo de oración es un hesicasta, un cultivador de la hesiquía. Esta oración considera a los conceptos, ideas, imágenes y discursos como estorbos para la experiencia directa de Dios; para nuestra entrega total a la Presencia Convocante (estamos distraídos con nuestras ideas, imágenes, etc.); para dejarle actuar a Dios libremente en nuestro interior.

Entonces para el camino –recordar que Mistagogía es una pedagogía concreta que nos acerca a la experiencia de Dios– nos sirven algunos referentes.

¿Cómo podernos disponer para la escucha?

Es importante buscar la inmovilidad del cuerpo. Un cuerpo en paz tranquiliza la mente. Entonces en la medida en que nos comprometamos y cumplamos de mantener un cuerpo tranquilo, ese cuerpo tranquilo va calmando a la mente. Un cuerpo intranquilo, inquieto, inquieta a la mente. Se reflejan mutuamente. Para poder mantener el cuerpo en paz, es decir inmóvil, es importante una postura apropiada porque cuando decimos inmóvil es inmóvil. Ni siquiera mover un dedo o acomodarnos o cruzar la pierna. Es inmóvil. Toda la tradición de la oración hesicasta subraya esto: inmovilidad y para eso tenemos que buscar una postura que nos permita estar inmóviles tranquilamente, cómodamente. Es decir, la postura debe de ser lo suficientemente cómoda para no distraernos con el dolor, para no incomodarnos por ser demasiado rígida pero no tan cómoda que nos lleve a dormirnos, ¿cuál es la postura más cómoda para no movernos?, pues acostados en nuestras camas. Pues sí, pero nos vamos a dormir y aquí no venimos a dormirnos, al contrario, venimos a estar lo más despiertos que hemos estado en nuestra vida. Entonces tiene que ser una postura de equilibrio.

Procuramos lugares y momentos apropiados ¿Dónde vamos a estar inmóviles?, pues en un lugar apropiado donde haya silencio, donde haya tranquilidad, donde haya ausencia de distractores, cosas que nos jalen la conciencia. Siempre iniciamos ofreciéndole al Señor ese tiempo de oración. Este momento de oración es mi holocausto a Dios ¿Si habían oído esa palabra?

En griego quemar es caustos de ahí nos viene la palabra como la sosa cáustica: sosa que quema. También una frase cáustica, o humor cáustico: queman sus chistes o bromas. Lastiman a la gente.

En griego holos significa todo. De ahí viene nuestra palabra holística. Por ejemplo, esta es una espiritualidad holística o sea que toma en cuenta todo. Entonces, ¿qué querrá decir holocausto?, pues todo quemado. Era un tipo de sacrificio especial en el que nada de “¿qué le toca al sacerdote? o ¿qué nos llevamos nosotros?”. En ese sacrificio, para una cuestión muy importante, la gente decía “Señor todo para ti”. Todo se quemaba y no se repartía nada. Absolutamente todo lo que se llevaba al sacrificio se consumía. Eso es un holocausto, un sacrificio muy especial.

La oración contemplativa es un holocausto. Nosotros ya no le ofrecemos a Dios ese tipo de sacrificios. Ya no sacrificamos chivos o reses o etc. ¿Qué le ofreces a Dios? ¿Qué es lo más preciado de tí?, pues tu tiempo, es decir, tu vida. Eso le ofreces a Dios. Siguiendo este término, eso le quemas a Dios, te lo gastas con Dios. La oración contemplativa es un verdadero holocausto porque no le voy a pedir, ni indicar, ni estudiar… voy a quemarle mi tiempo. Todo es para Dios. “Aquí estoy y Tú dispón. Vengo a ponerme totalmente en tus manos”. Es nuestro holocausto. Ponernos completamente a la disposición de Dios si ninguna expectativa ni otra intención que estar ahí para Él. Si Dios quiere que ese tiempo nos lo gastemos en un gozo muy grande pues “bendito sea Dios”. Si voy ahí a “tragar arena o mascar tierra” pues ni modo. Lo que Dios me tenga preparado para ese momento lo acojo, lo vivo. Por eso la oración contemplativa -decíamos- es un holocausto.

Posturas

La postura es importante. Algunas son en el suelo y tiene sentido estar en el suelo. Es un poco estar en contacto con la tierra, con la realidad. Es estar un poco menos en “las nubes”. Las posturas clásicas que se conocen son: la del loto (la primera que vemos ahí). En la postura del loto ambos pies están sobre el muslo contrario y la planta de los pies está hacia el cielo. En el medio loto una planta está hacia arriba y la otra está debajo del muslo contrario. Ésta es bastante más fácil. Es bastante más cómoda. Cuando ni eso puedo, no puedo subir un pie en el muslo contrario sin que se vuelta una tortura china entonces no hago eso y pongo un pie frente al otro. No los subo. Los pongo uno frente al otro de manera paralela. Ésa se conoce como postura birmana. En todas las posturas en el suelo, la clave para que no sean incomodas (claro para quien tiene la flexibilidad y ponga la

espalda derecha sin sentir que necesita un respaldo) es la diferencia entre la base del cuerpo y las rodillas. Para que el torso quede más alto que las rodillas se usa o un cojín (la primera) o un banquito (la segunda). No nos sentamos directamente en el suelo porque entonces, sí, a los 10 o 15 minutos empieza doler la espalda. Se tiene que hacer un esfuerzo para mantenerse derecho. En cambio, con ese desnivel, con un cojín o un banquito, la espalda se pone derecha sola. Se acomoda y se queda descansado. Se puede utilizar el cojín o el banquito (ese que abajo le ponen Seiza) pero también puede ser en una silla o en una banca dependiendo de la situación de cada quien.

Se suele decir que la oración contemplativa no es escuela de faquires o sea que se no viene a ser faquires, a maltratarnos, porque entonces uno va a pasar peleándose con el dolor y no se va a eso. Uno está para abrir la mente, para dejarle a Dios a actuar en nosotros y para eso se tiene que estar cómodamente alerta. Ése es el secreto de las posturas: inmovilidad cómoda para estar alerta, para escuchar, para atender.

Imágenes:

  • La primera es la del banquito.
  • La segunda es la del cojín con el medio loto. Aquí los dos pies están en el suelo y un pie frente al otro. (Seguramente a esta persona le costaba mucho trabajo el loto completo). En el loto completo los dos pies están sobre el muslo opuesto. En estas tres posturas hay algo que establece este desnivel. La base del tronco está más alta que el suelo y eso hay que regularlo. No a todos funciona la misma altura: unos necesitan un poco más y otros necesitan un poco menos.
  • La postura sentados en una silla. Los pies bien asentados en el suelo. El muslo horizontal (paralelo al suelo). Las rodillas en ángulo recto y la espalda derecha. Sentarse a la orilla de la silla a veces ayuda pero si se tiene problemas con la espalda se necesita un soporte. Entonces se puede usar como soporte el respaldo, pero si el respaldo no alcanza (fíjese como tiene puesto ahí un cojín). Es importante que estar cómodamente sentados en la silla. Si la silla es muy baja, se queda como agachado con las rodillas demasiado alto entonces es mejor tomar una cobija o algo y ponerlo sobre la silla para sentarse bien y al revés: si las piernas quedan medio colgando entonces usar la cobija y la ponerla en el suelo para levantar los pies de tal manera que quede (como aparece ahí) el muslo en posición horizontal paralelo al suelo. Todo esto es para tratar de mantener la espalda recta, ni cóncava, ni convexa. Suavemente recta y no tiesa. Acomodada la columna para poder descansar. No debe haber esfuerzo para estar así.

¿Cuáles son las tres anclas?

La primera ancla es la respiración. Atender la respiración. No la alteramos voluntariamente. No hacemos un esfuerzo por respirar despacio. Contemplamos nuestra respiración natural y ahí nos quedamos. Captamos nuestra respiración, el ritmo de nuestra respiración. Es una de las pocas funciones de nuestro organismo que podemos hacer a voluntad o podemos dejarla que funcione automáticamente.

La segunda ancla son las sensaciones corporales. Aquí todos los caminos de contemplación tienen su manera o su lugar.

Una buena parte de los Padres del Desierto invitaban a focalizar la atención en la palma de las manos. Si uno está con las manos recogidas, trata de percibir todas las sensaciones que le vengan de las palmas. Si las siente cálidas o si se siente un piqueteo en ellas o siente que empiezan a crecer o desaparecen. No se hace ninguna interpretación y solamente se tiene la atención puesta en eso. Otros Padres del Desierto decían focalizar en el corazón.

Otras tradiciones focalizan en otro lugar. Por ejemplo, el Zen focaliza en un punto que se llama, en japonés, Hara, que está como cuatro dedos debajo del ombligo y que es el plexo solar. Toda la atención ahí, estando atento en lo que se está percibiendo. En vez de estar distraído se pone ahí la atención. La atención puede estar en la palma de las manos. En otro tipo de meditación budista, Vipassana, focalizan, por ejemplo, en el labio y a veces en la parte derecha del labio superior y se puede hacer un retiro de ocho días solamente prestando atención a la parte derecha del labio superior. Es percibir y mientras más focalizada esté la percepción tiende a ser más concentrada. En otros lugares sugieren entre las dos cejas, le llaman tercer ojo.

Solo es un truco y no es una cuestión esotérica pero sí se necesita un lugar en donde poner la atención. Les expongo aquí sensaciones corporales porque algunos este sentido del tacto, aunque es interno, no es el que más les ayuda. Entonces uno puede poner su atención en los sonidos, por ejemplo. Si ese sentido ayuda está bien, pero solo escuchar sin interpretar. Es solamente estar atento a los sonidos. Escoger una sensación y quedarse con esa.

La tercera ancla es la palabra. Por lo general es una jaculatoria. Jaculatoria, en sánscrito, se dice mantra. Es triste que la gente conozca más el lenguaje extranjero que el nuestro. Si a un joven le dices “¿qué te parece una jaculatoria?” no entiende, pero si le dices “un mantra” entonces sí. Para nuestros abuelos habría sido al revés. En el fondo es lo mismo. Es una palabra sencilla que aunque esté cargada de significado se puede repetir al ritmo de la respiración. Repetir… repetir… repetir y repetir al ritmo de la respiración. Todas estas técnicas ayudan a focalizar la atención, a estar atento a oír, a escuchar, a percibir. Algunos autores sugieren una progresión en las jaculatorias. Dicen: “inicien siempre con una jaculatoria muy sencilla”. Tal vez la más sencilla es “SI”, la afirmación. Al ritmo de la respiración, cada vez que se exhala, se repite un “SI” que dure la exhalación. Se repite mentalmente. Cada uno, al ritmo de su respiración dice “SI” cada vez que exhala. Inhalar y al exhalar otra vez “SI”. A veces por las situaciones de la vida…, cuesta mucho trabajo decir “SI”. Estamos como bloqueados… pues entonces cambiarlo por “NO”. Eso no importa porque solo es un truco. A la hora de exhalar decir “NO”. Puede haber una progresión, sobre todo, como en nuestra tradición cristiana se invita. Después del “SI” cambia al nombre de “MARÍA” o “MADRE” o puede ser en alternancia “MARÍA/MADRE”. Puedes moverte, después, al nombre del Señor que en griego es Kyrios pero cuando estás hablándole es Kyrie. De ahí nos viene el Kyrie eleison. Kyrie es Señor y eleison es ten piedad, compadécete de mí. Para llegar, entonces, al nombre de “JESÚS”.

En el mundo ortodoxo esto se lleva a plenitud haciendo la oración que rezaba el Peregrino Ruso. Esta oración de la invocación del nombre de Jesús tiene dos partes: la primera parte de la jaculatoria es “Señor Jesucristo, Hijo del Dios Vivo” y esto evoca la confesión de fe de Pedro en el texto de Mateo XVI cuando Jesús les dice “¿Y quién dicen ustedes que soy Yo?”. No es quién dice la gente, sino quien soy para ustedes. Pedro le contesta “Tú eres el Mesías (es decir Tú eres el Cristo), el Hijo del Dios Vivo”.

Hay que hacer un pequeño ejercicio: ¿qué vamos a usar?, pues lo que a cada quien le nazca. Si no se quiere usar ninguna palabra y solo “calarle” a la postura, está bien. Si se quiere “calarle” a la postura y prestarle atención a la respiración, también se puede. Pueden convertir su respiración en sensaciones: ¿Qué temperatura tiene el aire al entrar? ¿Qué temperatura tiene el aire al salir? Y quedarse el tiempo de la meditación percibiendo eso. Lo que estamos haciendo es percibirnos internamente. También se puede aplicar todos: inmóviles en la postura apropiada, al ritmo de la respiración, ir prestando atención a una de estas sensaciones corporales (la que ustedes elijan) e ir repitiendo la jaculatoria que se haya elegido, ya sea el “SI” o el nombre de “MARÍA” o el nombre de “JESÚS”.